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domingo, 5 de julio de 2015

CAPÍTULO 37



Lali vagó durante días en un estado de atontamiento. La invadían un sentimiento de culpa, un remordimiento y una intensa sensación de pérdida de los que no lograba librarse. Los niños la miraban con los ojos muy abiertos, susurrando intuitivamente en su presencia. La señora Peterman trató de hacerla sonreír con su habitual franqueza, pero terminó meneando la cabeza consternada y dejandola sola. El señor Goldthwaite, que sin duda se había enterado de la noticia, apareció en escena de inmediato, blandiendo un ramo descomunal de margaritas. No se quedó mucho. Ni siquiera Bartolomé, que siempre andaba contando hasta el último penique, la castigó por la pérdida de la renta vitalicia que se prometía en su acuerdo prematrimonial y, por lo visto, se consoló con el generoso fondo fiduciario que Máximo había otorgado a Rosewood y había dejado intacto al marcharse.

Gastón la observaba de cerca, al parecer por temor a que se desmoronara por lo más mínimo, y no andaba muy desencaminado. Sólo Estefano hablaba con ella, claro que él ignoraba por completo lo sucedido, y tampoco se percataba del semblante sombrío de ella. La melancolía amenazaba con ahogarla. Al cabo de varios días, empezó a necesitar desesperadamente algo en lo que ocupar la cabeza y las manos. Algo que le proporcionase refugio. Así que preparó confitura.

Tarros y tarros de confitura. Mandaba a los niños todas las mañanas en busca de fruta hasta que se agotaron los frutos de los manzanos, las bayas del bosque y los setos. Estefano fue a Pemberheath a por frascos dos veces, con los bolsillos llenos de monedas tintineantes que le había dado Gastón.

Una mañana, mientras removía un caldero de fresas hirviendo, Bartolomé entró en la cocina y se dejó caer pesadamente en un banco de madera, haciendo que los tarros, dispuestos cuidadosamente en filas, chocaran unos con otros. Se puso las manos sobre su inmensa panza, con el gesto serio. Lali se levantó, cuchara en ristre, y esperó a que hablase. Al ver que no lo hacía, volvió entumecida a su tarea.

—Gastón vuelve a Londres —dijo de pronto.

Algo sorprendida, Lali miró por encima del hombro.

—Lord Dowling nos ha hecho saber que no volverá de América hasta Navidad y ha aceptado el pago del alquiler de su casa hasta entonces.

—¿Por qué? —preguntó indiferente mientras dejaba otros dos frascos llenos en el estrecho alféizar de la ventana para que se enfriasen.

A modo de respuesta, Bartolomé le hizo un gesto con la mano, como restándole importancia.

—Inversiones —dice—. Yo más bien sospecho que es de los tugurios de juego de lo que está enamorado. Se cree un hombre de mundo.

Lali asintió apática y, rebuscando en el barreño grande que usaba para esterilizar los frascos, sacó otros dos y los puso en equilibrio al borde del banco de trabajo ya repleto.

—El Parlamento levantará la sesión dentro de dos días —prosiguió Bartolomé— y, si me permites la conjetura, yo diría que ésta es tu última oportunidad.

Lali lo miró, ceñuda, mientras limpiaba un frasco.

—Máximo le otorgó a Rosewood un fondo fiduciario muy generoso. Seguramente estarás satisfecho con eso —señaló ella con frialdad.

Una leve sonrisa se dibujó en los labios de su tío.

—No, no busco otra proposición de matrimonio para ti.

—Me alegra, porque, por si aún no te has enterado, soy persona no grata en Londres —dijo ella, algo petulante.

El asintió con la cabeza y aquel mero fruncir de labios se transformó en una sonrisa decididamente satisfecha.

—Quizá. Como decía, a mí me parece que ésta es tu última oportunidad. Sutherland no tardará en irse de Londres. Ha conseguido que se apruebe la ley de emancipación católica, ¿sabes? Un discurso muy fogoso, por lo visto. Me da la impresión de que ya no le queda nada por hacer esta temporada social, así que más te vale ir a buscarlo ya.

Aquel comentario la dejó perpleja. La sola mención del nombre de Peter la mareaba. Dejó con cuidado el frasco en un banco de trabajo estrecho.

—Te ruego que no menciones su nombre...

—¡Bobadas! —la interrumpió él—. ¡Estoy harto de tanta cavilación! ¡Has llegado demasiado lejos para esconderte ahora en Rosewood y hacer confitura el resto de tus días!

Su propuesta le pareció descabellada, ni siquiera digna de respuesta. Cogió la cuchara y empezó a remover con vehemencia el contenido que hervía en el caldero.

—¡Tú no lo entiendes, tío! El no quiere verme...

—¿Ah, no? —inquirió Bartolomé tranquilamente, asustándola.

—¡No! ¡Me desprecia!

—Es curioso que digas eso de un hombre que rompió con su prometida en el último momento posible y te siguió hasta Rosewood como un poseso. Por lo que vi, habría hecho cualquier cosa por que cambiases de opinión. No te desprecia, muchacha, te ama. Y tú lo amas a él, ¿no? El amor no se esfuma de la noche a la mañana.

Atónita al escuchar aquellas palabras tan sentimentales en boca de Bartolomé, Lali lo miró boquiabierta.

—Sí, sí que se esfuma..., se esfuma cuando... —se interrumpió, dejó la cuchara de madera y se agarró al borde del banco de trabajo. Tardó un instante en poder mirar a Bartolomé otra vez—. Le hice mucho daño, tío —confesó con voz ronca.

Bartolomé se encogió de hombros, cogió un tarro de confitura de los que estaban enfriándose, metió un dedo dentro y se lo chupeteó ruidosamente.

—Yo no he dicho que vaya a ser fácil —comentó su tío, y comió un poco más—. Pero te creía la mujer más valiente que he conocido jamás... al menos hasta ahora.

—¿Que me creías qué? —inquirió ella irguiendo la cabeza.

—¡Vas por ahí como un muerto viviente —prosiguió, despreocupado—, haciendo montañas de confitura, por Dios! —Dejó el tarro en la mesa y se apoyó las manos pringosas en las rodillas mientras la miraba fijamente a los ojos—. Este es el momento más importante de tu vida, Lali. No dejes que se te escape de las manos sin luchar. ¡Por todos los santos, no te acobardes ahora, muchacha!

Sorprendida de que aquella conversación estuviera teniendo lugar siquiera, Lali se volvió de espaldas y miró sin ver por la ventana. Sólo Dios sabía lo mucho que ansiaba verlo, sentir cómo aquellos ojos verdes le atravesaban el corazón, pero ¿y si la miraba como la había mirado cuando la había dejado en la casita? Con aquella pena, con aquel desprecio... no podría soportarlo. Aunque tampoco podía quedarse en Rosewood eternamente, sin averiguarlo. Todo lo que había sufrido palidecía al lado de la perspectiva de no saber nunca, de vivir permanentemente a la espera de una conclusión.

—¡Vamos, no te entretengas! ¡Sabes que tengo razón! —la animó Bartolomé, como si le leyera el pensamiento.

Conmovida por aquel interés inusual de su tío en ella y aún asombrada por el simple hecho de que fuera capaz de semejante despliegue de sensibilidad, Lali giró de pronto sobre sus talones en dirección a él, le echó los brazos alrededor de sus enormes hombros y lo besó en la mejilla. Bartolomé frunció el cejo, ruborizado.

—Basta ya —protestó mientras una sonrisa vergonzosa se dibujaba en sus labios.

—¿Por qué, tío? —preguntó Lali, ignorando su brusca reacción.

Él se encogió de hombros y miró los tarros de confitura perfectamente alineados en la mesa.

—Porque, lo creas o no, tontorrona, yo también estuve enamorado una vez.

Tras aquella confesión, habría podido tumbarla de un estornudo.

—¿Ah, sí? —exclamó ella, incrédula—. ¿De quién?

—Bueno, ¿de quién crees tú? ¡De tu tía Julia, por supuesto! —espetó, luego suspiró nostálgico—. Que Dios la tenga en su gloria. —Avergonzado, empezó a azuzarla con la mano—. ¡Anda, vete ya!
Lali sonrió por primera vez en muchos días.


—¿Qué vamos a hacer? ¡No podemos dejarlo que siga así! —Retorciéndose las manos, Elena se paseaba nerviosa por el espacioso despacho de Pablo en Mount Street—. ¿Lo viste anoche? ¡Lord Barstone estuvo a punto de echarlo!

—No vamos a hacer nada. Me niego a interferir en los asuntos de Peter —respondió Pablo—. Además, te pediría que dejases de pasearte antes de que le hagas un agujero a mi carísima alfombra. —Sentado en una floreada silla de damasco, con una pierna colgando sobre la otra, a Pablo le pareció que su madre quería abofetearlo.

—No voy a quedarme sentada viendo cómo un fracaso amoroso convierte a mi hijo en un amargado —declaró con solemnidad—. ¡Eso si no muere antes de una borrachera! —Miró suplicante a su hijo menor—, ¿Por qué no hablas con él, Pablo? Dios sabe que lo he intentado, pero en cuanto menciono a la condesa de Bergen, se pone iracundo.

—Mamá, ya he hablado con él. No quiere saber nada del asunto. Fuera lo que fuese lo que ocurrió, está enterrado para siempre, me temo.

—Pero ¡tiene que haber algo que podamos hacer! ¡Cielo santo, la quería tantísimo! ¡Aún la quiere! ¿Acaso no ves lo mal que lo está pasando?

—Veo cómo disfruta de la compañía de diversas mujeres —murmuró Pablo.

Desde que había vuelto de Dunwoody, Peter se había entregado de lleno a las últimas celebraciones de la temporada social.

Era tan extraño, tan impropio de Peter que su hermano menor compartía secretamente la grave preocupación de su madre. Peter asistía a una juerga tras otra acompañado de mujeres diferentes, casadas, por lo general. Había sido la aparición de lady Barstone del brazo del duque la noche anterior lo que había enfurecido a lord Barstone y lo había llevado a proferir amenazas públicas en contra de la persona del duque de Sutherland.

Y Elena tenía razón: últimamente, Peter se había aficionado al whisky escocés. Su desdén por todo y por todos se había hecho tan patente que corrían rumores de toda clase. En los salones de Mayfair, las clases altas chismorreaban sobre el affaire que supuestamente había provocado la ruptura de su compromiso. Gracias a lady Whitcomb, todos sabían que una condesa forastera de dudosa reputación había sido la causante. Lady Pritchit se había asegurado de que no quedara ninguna duda divulgando rumores sobre un suceso terriblemente comprometedor que había obligado a lady Nina a anular su compromiso, y remataba su pequeña anécdota con el chisme de que Peter aún sentía algo muy fuerte por lady Nina. Como es lógico, la hija del conde de Whitcomb no quería saber nada de un sinvergüenza como él. Nada más lejos de la verdad: Peter apenas prestaba atención a Nina. Lo que hubiera pasado en Dunwoody entre la condesa y él le había hecho muchísimo daño.

Pablo miró a su madre y no le gustaron las arrugas de preocupación que vio en su rostro. Dejó la copita de coñac en una mesa de cerezo, se acercó a ella y le cogió la mano.

—Volveré a hablar con él De hecho, me he enterado de algo que quizá despierte su interés. Gastón Espósito ha vuelto a Londres.

Los ojos de Elena brillaron de gratitud.


—¡Ay, Pablo, por favor, haz lo que sea antes de que se arruine la vida del todo!

Continuará...

+10 :o!!!

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