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miércoles, 1 de julio de 2015

CAPÍTULO 20



Solo en su estudio, Peter miraba fijamente la montaña de documentos pendientes. Le resultaba imposible trabajar; la desazón que lo aquejaba últimamente parecía eterna y las actividades cotidianas se le hacían intolerables. El caos de sus pensamientos y el recuerdo de la angustia de Lali en el cenador de Darfield el día anterior lo abrasaban.

¿Qué demonios le pasaba? Lo desconcertaba el que aquella mujer lo cautivara así; no era un hombre de los que cavilan mucho por una mujer, pero no había hecho otra cosa desde que la había descubierto en la recepción de Granbury.

Asqueado, se levantó bruscamente de su escritorio, se acercó a un aparador de nogal, se sirvió un jerez y se lo bebió de golpe. Cuando se disponía a servirse otro, se abrió la puerta y Finch cruzó el umbral.

—Su excelencia, la duquesa y lady Nina —anunció.

Peter hizo un movimiento seco con la cabeza y dejó el vaso, en absoluto de humor para hablar de trivialidades con su prometida.

Lo sorprendió la cara de preocupación de su madre al entrar. Nina, pálida, la seguía a unos metros de distancia.

—Madre, ¿qué ocurre?

—Ay, cielo, estaba esta mañana repasando los detalles del desayuno nupcial con Nina y lady Whitcomb cuando han recibido una noticia terrible —exclamó Elena.

Peter sintió una punzada de pánico en la boca misma del estomago y se volvió hacia la joven. Ella bajó la vista al suelo. El se le acercó en seguida y le tomó las delicadas manos.

—¿Qué noticia es ésa, Nina?

—Es la abuela. —Rompió a llorar—. Ay, Peter, está muy grave. Mamá y papá se están preparando para salir hacia Tarriton en seguida. —Un lagrimón le cayó del rabillo del ojo.

Él se lo secó con la yema del pulgar.

—Entonces, debes ir a su lado de inmediato. Finch, que preparen la calesa.

—Sí, excelencia.

Nina sorbió el aire, esforzándose por contener las lágrimas. Peter le pasó un brazo por el hombro y le apoyó la cabeza en su hombro.

—Lo siento muchísimo, cariño —murmuró.

De pronto ella lo agarró por las solapas de la chaqueta.

—Vienes conmigo, ¿verdad, Peter? No soporto la idea de hacer ese viaje sola, ¡en serio, no puedo!

La imagen de Lali le pasó fugazmente por la cabeza y, sin darse cuenta, se agarrotó.

—Nina, tú eres muy fuerte cuando tienes que serlo.

Ella sollozó de nuevo.

—¡No, Peter, no soy fuerte, en absoluto! ¡Es superior a mis fuerzas! ¡Me hacía mucha ilusión que la abuela nos viera casarnos...! ¡Le prometí que lo vería! Por favor, ¡acompáñame!

Peter titubeó. Se le amontonaban las excusas en la cabeza y lo maravillaba la facilidad con que se le ocurrían. Por encima del cogote de Nina, Peter vio a su madre, pero desvió la vista de prisa. Daba igual; notaba cómo ella lo atravesaba con la mirada, su desaprobación emanaba por toda la estancia y lo engullía entero. No le extrañaba. Nina sería su esposa en un par de semanas, y él titubeaba y buscaba un modo de librarse de acompañarla al lecho de muerte de su abuela. Pero ¿qué demonios le ocurría?
—Entiendo que te necesitan aquí. Sé lo importante que es tu trabajo —masculló Nina, tratando de convencerse a sí misma—. Pero Tarriton está a sólo dos horas de Londres. —Lo miró y el brillo de sus grandes ojos lo hicieron arrepentirse de inmediato.

—Claro que voy contigo —le dijo en un tono tranquilizador y le besó la frente, despreciándose por su infidelidad de pensamiento.


En Tarriton, una finca magnífica situada al norte de Londres, llevaba lloviznando tres días, desde su llegada. Peter no recordaba una sola vez que hubiera estado en Tarriton y no lloviese. Era un lugar frío y sombrío, y lo empeoraba el hecho de que, en la planta superior, yaciera una anciana debatiéndose entre la vida y la muerte. En tres días, no había variado el estado de la madre de lady Whitcomb. No mejoraba, no empeoraba. En ocasiones, estaba despierta y lúcida, pero la mayor parte del tiempo se limitaba a dormir.

El primer día de la vigilia familiar de la moribunda, Peter se había entretenido con el trabajo que se había llevado, lo había terminado y lo había enviado a Londres antes de que empezara a anochecer. Había empezado el segundo día vagando sin rumbo de una habitación a otra, lo que no había hecho más que aumentar el insufrible desasosiego que lo aquejaba. De modo que había intentado leer, pero no lograba concentrarse lo suficiente para asimilar lo que leía. Por la tarde, había conversado brevemente con lord Whitcomb sobre la necesidad de una reforma parlamentaria, pero era obvio que al conde le interesaba poco la política cuando la pesadumbre de la enfermedad se cernía sobre su familia. Peter había intentado animar a la decaída Nina, pero estaba inconsolable.

La cena familiar fue un evento sombrío. Comieron prácticamente en silencio, intentando sin demasiadas ganas hablar de la boda, hasta que Nina había pedido que la disculparan, porque no podía hablar del enlace mientras su abuela yacía sufriendo en la habitación de encima. La comida entera fue bastante desconcertante para Peter; por alguna razón, lo deprimía tanto hablar de la boda como estar en la casa esperando la muerte de la anciana.

Aquella mañana, la cuarta, Peter había salido a montar temprano para librarse del desencanto que amenazaba con ahogarlo. Todo Tarriton empezaba a parecerle un exilio, se sentía atrapado en un mundo donde se dejaba de hablar de muertos para volver a hablar de bodas ampulosas y luego de muertos otra vez. Muy nervioso y de mal humor, había cabalgado más de una hora, se había calado hasta los huesos, pero no había logrado librarse del nerviosismo que se había apoderado de él. Tampoco podía librarse de sus pensamientos sobre Lali. Pensamientos terriblemente perturbadores.

Habiendo hecho todo lo que sabía para curarse de aquella desazón y fracasado rotundamente, Peter se encontraba sentado a solas en el despacho del conde, mirando fijamente los grandes ventanales. Sólo se oía el constante golpeteo de la pluma con la que tamborileaba el escritorio.

Lo invadió un intenso sentimiento de culpa que ya le era familiar. Así era como recompensaba la lealtad de Nina, soñando con Lali, pensando en ella constantemente. Había intentado ver a su prometida de otro modo, desearla, pero, en contra de su voluntad, su ángel de ojos oscuros se había anclado en su pensamiento y en su corazón. Era un maldito imbécil, se debía a Nina. Sí, y aquel deber lo estaba corroyendo, un poco cada día.

No acababa de entender por qué le interesaba tanto una muchacha rural de oscuro título nobiliario. Maldita fuera, aquel «interés» había puesto patas arriba su ordenado mundo. ¿Qué demonios había en Lali que lo volvía loco de deseo? Era hermosa, cierto, pero él había conocido a muchas mujeres hermosas y jamás había experimentado esa necesidad imperiosa de verlas, ni siquiera cuando acuciaba su necesidad física de ellas. No era sólo el deseo lo que lo embrujaba, aunque sin duda había mucho de eso. Quizá fuera su ingenio, o su inusual don para los idiomas, o su divertida tendencia a citar a los grandes de la literatura inglesa cuando la conversación lo permitía. Era una mujer inteligente. Pero él no solía soñar con mujeres inteligentes.

Quizá fuese su bondad genuina. Poseía una cualidad que él admiraba y envidiaba. Recordó su simpática historia del Hombre Patata, su empeño en que bailara con la tímida Rocío Pritchit porque era «un detalle bonito», su aceptación de la plomiza conversación de Paddy. Y Dios sabía que Candela Sierra la consideraba una santa por la atención que prestaba a aquellos niños desafortunados de Rosewood.

Sí, pensó mientras aumentaba el tempo de la pluma, todos los síntomas apuntaban a que estaba perdidamente enamorado. Frustrado, tiró la pluma al escritorio, se levantó y se dirigió a la ventana. La necesidad de sumergirse en aquellos ojos lo estaba devorando poco a poco. Quería sentir el cuerpo de aquella mujer bajo el suyo, oír su risa melodiosa. Quería escucharla cantar, recitar algún poema corto y experimentar que aquella sonrisa devastadora tenía en todos sus sentidos.

¡Maldita sea, sus deseos eran intolerables, insoportables y endurecedores! ¡Por todos los santos, él era duque! Tenía responsabilidades para con su título y para con Nina, entre las cuales se encontraban la de casarse con ella y engendrar un heredero. Debía prestar atención a los detalles de la administración de sus vastas fincas, no soñar despierto con una mujer a la que seguía un bávaro gigante como si fuese su sombra. Debía ayudar a Nina a planificar su viaje de bodas, no preguntarse cuándo volvería a Rosewood.

Sin embargo, lo cierto era que, aunque fuese un duque, también era un hombre. Y aquel hombre quería a Lali Espósito, el resto del mundo le daba igual. Había tratado en vano de encontrar la convicción necesaria en los rincones más profundos de su alma. No lograba conjurar la fuerza de voluntad precisa para hacer frente a aquel deseo creciente.

Oyó abrirse la puerta y se irguió, como hacía cada vez que se abría una puerta en aquella casa, esperando escuchar que la abuela había muerto. Se volvió un poco y miró por encima del hombro.

Nina sonreía.

—¡Magníficas noticias! El médico dice que está algo mejor.

—¿En serio? —preguntó, sorprendido.

Ella se acercó aprisa, con las manos firmemente clavadas en la cintura.

—No está fuera de peligro, pero cree que hay motivo para la esperanza —le informó, feliz.

—Es una noticia estupenda, Nina.

—Sí, ¿verdad? —convino ella.

Peter le tendió la mano y la joven se dejó llevar cuando la estrechó entre sus brazos.

—Es mi más ferviente deseo que tu abuela viva para verte felizmente casada —le dijo en voz baja, luego le besó el cogote.

—Soy muy optimista —respondió ella, asintiendo con la cabeza, esperanzada, y, tras mirar tímidamente al suelo, se zafó de él y escapó de sus brazos.

Peter se metió las manos en los bolsillos y retomó su posición junto a la ventana.

—Mamá está de mucho mejor ánimo. Dice que podíamos jugar una partida de julepe después de la cena —añadió.

—Me encantará —señaló Peter, empezando a temerlo.


Al bajar la escalera al día siguiente, Nina se alegró de ver que unos débiles rayos de sol se habían colado por entre las nubes. Todos necesitaban un poco de luz solar para ahuyentar la tristeza. Aunque la abuela no había mejorado durante la noche, tampoco había empeorado, y el doctor había dicho que eso era lo más importante.

Se dirigió al comedor, hambrienta por primera vez en días. La complació ver a Peter allí, leyendo el periódico, con los restos de un desayuno que no se había terminado a un lado.

—Buenos días —saludó ella, sonriente.

Él levantó la vista y forzó una sonrisa.

—Buenos días.

—La abuela está igual —le comunicó, y su sonrisa empezó a desvanecerse—. Pero el médico dice que, si no empeora por la noche, será buena señal.

—Ah, eso es una noticia estupenda. —Siguió leyendo el periódico.

Volvía a levantarse un muro invisible entre los dos, pensó Nina, luego se acercó al aparador y, despacio, se sirvió unos huevos y unas tostadas. Peter llevaba algún tiempo distante con ella, pero, claro, todos habían estado sometidos a mucha presión. Los preparativos para una boda de semejante envergadura siempre resultaban agotadores y, si a eso se unía la crisis familiar... Vaya, que era difícil para todos.

—¿Quieres algo? —le preguntó.

—No, gracias —masculló él oculto tras el diario.

Encogiéndose de hombros, Nina se sentó a su derecha.

—¿Has visto a papá esta mañana?

—Ha ido a las cuadras, creo —contestó Peter sin levantar la vista—. Me ha dicho que hay una yegua a punto de parir —murmuró, distraído.

Nina dejó los huevos a un lado y cogió una tostada, trastornada por sentirse tan... insignificante. Decidida a demostrarse a sí misma que se equivocaba, lo intentó una vez más:

—¿Qué lees?

El la miró brevemente de reojo, impaciente, le pareció a Nina.

—Las noticias comerciales.

—Ah —murmuró ella, y le dio un mordisco a la tostada mientras estudiaba el perfil de Peter. Lo veía raro, aburrido, quizá. Algo inquieto. En realidad, era la misma cara de intranquilidad que exhibía desde hacía días, como si estuviese esperando algo. Nina meneó la cabeza, disgustada por sus pensamientos. Claro que estaba intranquilo. Todos lo estaban, esperando a que la abuela mejorara u ocurriese lo peor. No era de extrañar que Peter tuviese los nervios disparados; a fin de cuentas, apenas conocía a la abuela. Había ido a Tarriton a acompañarla, se recordó, y ella casi no le había hecho caso. Necesitaba distraerlo.

—Mamá me ha dicho que lord y lady Harris estarán en París para la boda. Lord Harris tiene algunos negocios que no puede posponer —dijo nerviosa, esparciendo los huevos por el plato.

—Ah, bueno, seguro que ya han ido a bodas para toda su vida —respondió él, indiferente, y pasó la página.

—Lady Harris nos ha regalado un bonito juego de vasos de oporto por la boda. Son de un cristal muy pesado, y mamá dice que ése sólo lo venden en Bélgica.

Los huevos ya estaban esparcidos por todo el plato, a pesar de las tostadas.

—Mmm. Un gran detalle.

Una vaga sensación de miedo empezó a apoderarse de Nina, y no era la primera vez que le ocurría. Era perfectamente consciente de lo poco que tenían en común. A él le gustaban los caballos, a ella no. A él le interesaba la política, y a ella le gustaban los bailes y la jardinería. Allí sentada, desesperada por entablar una conversación, no se le ocurría una sola cosa que pudiera interesarle. Pero no era por sus diferencias —frunció los ojos—, sino porque él estaba aburrido.

Completamente inadvertida, Nina se recostó en la silla y se lo quedó mirando. Estaba aburrido, muy bien, y lo estaba desde que la condesa de Bergen había asistido al baile de Harris. Por mucho que había intentado convencerse de que no había nada que temer, él estaba ausente, como si prefiriera estar en cualquier parte menos en su compañía. Estaba aburrido, ¡maldita fuera!

Dejó caer bruscamente el tenedor en el plato.

El estrépito sobresaltó a Peter, que dio un respingo y se volvió de inmediato hacia ella.

—¿Pasa algo?

—Me gustaría mucho que diésemos un paseo juntos por los jardines, Peter. Ha salido el sol y parece que hace un día magnífico —señaló, cruzándose de brazos con resolución.

Despacio, su prometido bajó el diario y la examinó, hastiado.

—Si tanto te apetece…

Ella se apartó de la mesa y se puso en pie.

—¡Lo que me apetece es un poco de compañía! —espetó, furiosa. No esperó una respuesta, se dirigió aprisa a la puerta, medio tentada de salir corriendo a su habitación.

Peter tuvo la delicadeza de dejar de lado el periódico y seguirla. A medio pasillo, la agarró por el codo.

—Espera —le dijo con voz suave. Abrió la puerta que conducía al mirador y le hizo un gesto para que pasara primero. Una vez fuera, le enhebró la mano en su brazo y la llevó hacia el sendero de gravilla que serpenteaba entre los arbustos. Pasearon, sin hablar. La punzada de miedo que Nina había sentido fue cediendo a la rabia. Su madre le había hablado de los hombres; sabía de sus necesidades, de sus ojos errantes. Peter no era distinto, ni ella esperaba que lo fuese. Sinceramente, no, pero pensaba que tendría la decencia de mostrar el interés oportuno por su boda, ¡ofrecerle al menos un poco de interés! Inconscientemente, suspiró hondo.

—Odio verte preocupada —declaró él, tranquilo.

Ella lo miró perpleja. Él le sonrió cariñoso.

—Tu abuela está mejor. Es posible que se recupere.

Aquellas palabras tan tiernas casi la hicieron llorar. Pero en seguida miró a otro lado, con el estómago revuelto. Quería decirle tantas cosas..., que entendiera tantas cosas... Ya había conseguido desahogarse una vez, pero ésta parecía más difícil.

Se aclaró la garganta, nerviosa.

—Peter, sé lo de la condesa de Bergen —confesó con un hilo de voz.

—¿Cómo dices? —preguntó él fríamente.

—Que me he dado cuenta de cómo... de cómo miras a la condesa.

El se detuvo en seco y se volvió a mirarla.

—¿Qué tontería es ésa?

—No son imaginaciones mías —dijo ella sin fuerzas.

Los ojos verdes de Peter se fruncieron llenos de incertidumbre.

—L-lo entiendo, claro. Es muy guapa.

—Cariño, estás completamente equivocada...

—¡Por favor, no lo niegues! —lo interrumpió ella—. No soy una niña. Veo cómo la miras.

Peter parecía muy sorprendido y eso la enfureció. ¿Acaso la creía ciega?

—No pasa nada. Sé cómo son los hombres, Peter. Pero... pero... —Hizo una pausa para armarse de valor.

Peter hizo ademán de cogerle la mano, pero ella meneó la cabeza y levantó la mano para impedírselo antes de proseguir con aspereza:

—Sé cómo son los hombres, pero creo que no me has dado la oportunidad que merezco, Peter. Seré una buena esposa, te lo juro por mi vida, pero ¡debes darme la oportunidad de demostrártelo!

Él se la quedó mirando, atónito. El labio inferior le temblaba un poco, sus ojos pardos se habían llenado de lágrimas. Cielo santo, ¿qué le estaba haciendo? Al mirar a la joven que, hacía dos años, él mismo había elegido por esposa, sintió un fuerte arrepentimiento. Nina, serena y tranquila, jamás le había pedido nada a cambio de la oportunidad de ser una buena esposa.

Lo invadió una intensa vergüenza y, angustiado, se pasó la mano por el pelo. Ella nunca le había pedido nada, jamás había hecho otra cosa que ser la dama perfecta, y él la había obligado a pedirle un poco de respeto. Se odiaba por eso. Odiaba la agitación, la intranquilidad que Lali le había traído. Sufría todo el día, atormentado por la imagen de un ángel de pelo oscuro, cuando tenía permanentemente a su lado a una joven dulce, ansiosa por ser su esposa. De pronto, la naturaleza serena de Nina empezó a parecerle mucho más deseable, mucho más cómoda que la confusión que Lali generaba en él. ¿Qué demonio lo había poseído?

—Sé que no soy tan... vivaz, ni tan bella, pero...

Él la agarró por la mano y se la tiró al pecho.

—Nina, eres una mujer hermosa, y yo debería sentirme muy orgulloso de que vayas a ser mi esposa. Lo siento, cariño, siento mucho el dolor que te pueda haber causado.

Los labios de ella se separaron un poco en señal de sorpresa; por primera vez en al menos un mes, Peter quiso saborear aquellos labios.

—También yo seré un buen esposo, si me das la oportunidad —declaró, e impulsivamente la besó.

Nina se agarrotó en sus brazos; dejó caer los brazos a los lados mientras las manos de él se deslizaban por su espalda. Peter la besó con mayor suavidad, paseando la lengua por el borde de su boca. Ella permaneció rígida como una estatua, cerrando los ojos con fuerza, sin separar los labios. Él le acarició la nuca y la espalda, para que se relajara. No se relajó. Más bien se dejó hacer estoicamente. Peter le dio un beso en la mejilla y la soltó. La pobre niña estaba colorada como un tomate, abochornada.

—Peter, yo... ¡Mamá y papá están ahí dentro! —le susurró.

—No pasa nada, Nina. No pasa nada —mintió.

Al parecer más relajada, se dejó caer sobre el pecho de él.

—Seré una buena esposa —murmuró.

Peter lo entendió. Sería una buena esposa, claro, se sometería mansamente a él como un cordero. Entretanto, mantendría su virtud intacta hasta que la ley le exigiese esa sumisión. El suspiró y la envolvió en sus brazos. No había nada que pudiese hacer.


En los dos días siguientes, la abuela mejoró, pero el médico advirtió a la familia que aún no estaba fuera de peligro. Hizo hincapié en que podía empeorar en cualquier momento. De modo que siguieron esperando. Peter se esforzó por ser un novio cumplidor, preocupándose del bienestar de Nina. La inquietud aún no había desaparecido, pero confiaba en que terminara esfumándose. No paraba de decirse que ella era la pareja perfecta. Algún día agradecería que Nina hubiese sido tan paciente.

Estaba en la biblioteca buscando algo que leer cuando el mayordomo de los Reese fue en su busca.

—Le ruego que me disculpe, excelencia, pero ha llegado un mensajero.

—¿Un mensajero?

—De Londres, excelencia.

Peter asintió con la cabeza.

—Hazlo pasar.

El hombre que asomó por la puerta del estudio sin duda había cabalgado algunas horas. Peter cruzó la estancia para salir a su encuentro.

—¿Qué mensaje traes? —preguntó.

—De lord Lanzani, excelencia —anunció, y le entregó un mugriento pergamino doblado—. Me ha pedido que le comunique que lo necesitan en Londres.

Peter asintió, se buscó unas monedas en el bolsillo y mandó al hombre a las cocinas. Luego desdobló el pergamino y lo leyó con atención. Pablo le contaba que la ley de la emancipación católica sería aprobada en la Cámara de los Comunes por la mañana, pero que la de los Lores estaba dividida y que los miembros se enfrentaban unos a otros por aquel conflictivo asunto. Se requería urgentemente su presencia si pretendía que la medida de reforma se aprobara en la cámara alta.


Peter plegó la nota despacio, tratando de ignorar por todos los medios el inmenso alivio que sentía, la sensación de verse relevado de la custodia. No pensaría en nada más que en la reforma, en lo que les diría a los lores. Giró sobre los talones y salió a toda prisa del salón en busca de lord Whitcomb. Estaría en Londres a media tarde. 

Continuará...

+10 :s!!!

12 comentarios:

  1. La foto ya me la re bajo jajaja si, no me agrada la pareja nina y Peter q mina más llorona.

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  2. Lo gracioso es q Peter se queja de Lali y q lo confunde y noc q tonterías más pero él es quien la busca, el le mando flores, él la llevo al paseo cuando en realidad no tendría q ni haber aparecido x ahí, (ojo ame q se ponga celoso) pero el tambien es culpable no solo Lali

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  3. Encima falta menos para la boda ojala y no se case y acepte q esta enamorado de Lali y a la Mier nina jajajaja

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  4. Que jodida esa época che y las madres tambien jajajaja porq nina esta re amaestrada, le decís dame la patita y te la da xD ahr forra jajajaja

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  5. Me encanta la nove cada día se pone mas buena

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  6. Peter esta enamorado muy enamorado.

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  7. K cobarde k es Peter.
    Nina una estrecha.

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