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domingo, 17 de mayo de 2015

Cap / 2



Cuando el fantasma volvió a ver a Peter Lanzani habían pasado casi dos años. Entretanto, Gastón se había convertido en los ojos a través de los cuales podía ver el mundo exterior. Aunque seguía sin poder abandonar la casa, había visitas: los amigos de Gastón, su equipo del viñedo, los contratistas que se ocupaban de la electricidad y de la fontanería.

            El hermano mayor de Peter y Gastón, Agustín, aparecía por allí una vez al mes para colaborar en proyectos de fin de semana de poca envergadura. Un día nivelaban un pedazo de suelo, el otro lijaban y esmaltaban una antigua bañera con patas. Mientras lo hacían hablaban e intercambiaban improperios sin ánimo de ofenderse. Al fantasma le encantaban aquellas visitas.

            Cada vez recordaba más cosas de su antigua vida. Eran recuerdos fragmentados, piezas sueltas. Se acordaba de que le gustaban el jazz y los cómics de héroes y los aviones. Le agradaba escuchar programas de radio: a Jack Benny, George y Gracie, Edgar Bergen. Todavía no había recuperado lo suficiente de su pasado para hacerse una idea global, pero creía que acabaría por conseguirlo. Como en los cuadros puntillistas, de los que hay que alejarse para que la imagen se defina.

            Agustín Lanzani era despreocupado y digno de confianza, la clase de hombre que al fantasma le hubiera gustado tener por amigo. Era dueño de un tostadero de café, así que traía siempre café en grano y lo primero que hacía al llegar era tomarse un buen café. Mientras Agustín molía con meticulosidad los granos y calculaba la dosis para la cafetera, el fantasma recordaba el café, su aroma amargo y terroso, el modo en que una cucharadita de azúcar y un poquito de nata lo convertían en terciopelo líquido.

            El fantasma dedujo de las conversaciones de los Lanzani que sus padres habían sido los dos alcohólicos. Las cicatrices que habían dejado en sus hijos, tres niños y una niña llamada Eugenia, eran invisibles pero profundísimas. Ahora, a pesar de que sus padres hacía mucho que habían fallecido, los Lanzani tenían poca relación entre sí. Eran los supervivientes de una familia que ninguno quería recordar.

            Era irónico que Peter, con su coraza, fuera el único que se había casado hasta el momento. Él y su esposa, Darcy, vivían cerca de Roche Harbor. La única hermana, Eugenia, era madre soltera y vivía en Seattle con su hijita. En cuanto a Gastón y Agustín, estaban decididos a permanecer solteros. Gastón opinaba sin ningún género de duda que ninguna mujer merecería jamás el riesgo del matrimonio. Siempre que tenía la sensación de que una relación se volvía demasiado íntima, acababa con ella y sanseacabó.

            Después de que Gastón le contara a Agustín su última ruptura, con una mujer que había pretendido llevar su relación a otro nivel, este le preguntó:

            —¿Qué nivel es ese?

            —No lo sé. Rompí con ella antes de enterarme. —Ambos estaban sentados en el porche, aplicando quitapinturas a una tira de antiguos balaustres recuperados que posiblemente acabarían formando parte de la valla delantera—. Soy un tío de un solo nivel —prosiguió Gastón—. Sexo, salir a cenar, algún regalito impersonal y nada de hablar acerca del futuro, nunca. Ahora que se ha terminado me siento aliviado. Es estupenda, pero no puedo con todo ese batiburrillo emocional.

            —Un batiburrillo emocional... ¿qué demonios es eso?

            —Ya sabes. Las mujeres son así. Lloran de felicidad o están locas de tristeza. No comprendo cómo alguien puede sentir dos cosas al mismo tiempo. Es como intentar ver a la vez dos canales de televisión.

            —Yo te he visto experimentar más de un sentimiento simultáneamente.

            —¿Cuándo?

            —En la boda de Peter. Cuando él y Darcy se dieron los votos. Sonreías, pero tenías los ojos llorosos.

            —Vale. En aquel momento me acordaba de la escena de Alguien voló sobre el nido del cuco en que practican una lobotomía a Jack Nicholson y sus amigos lo asfixian con una almohada.

            —No me importaría asfixiar a Peter con una almohada —dijo Agustín, y Gastón sonrió, pero volvió a ponerse serio enseguida y añadió—: Alguien debería liberarlo de su miseria. Menuda pieza es esa Darcy. ¿Te acuerdas cuando en la cena de ensayo se refirió a Peter como su primer marido?

            —Es su primer marido.

            —Sí, pero decir que es «el primero» implica que habrá un segundo. Para Darcy un marido es como un coche: lo cambiará por otro tarde o temprano. Lo que no entiendo es que Peter lo supiera y siguiera adelante, que se casara con ella a pesar de todo. Si no puedes evitar casarte, al menos hazlo con alguien agradable.

            —No es tan mala.

            —Entonces ¿por qué tengo la sensación cuando hablo con ella de que estaría mejor tras un escudo de espejo que le devolviera su reflejo?

            —No es que Darcy sea mi tipo —continuó argumentando Agustín—, pero muchos tíos dirían que está como un queso.

            —Eso no es motivo suficiente para casarse con alguien.

            —En tu opinión, Gastón, ¿hay algún motivo suficiente para casarse?

            Gastón cabeceó.

            —Preferiría tener un doloroso accidente con una herramienta eléctrica.

            —Viendo de qué forma usas la ingletadora —comentó Agustín—, diría que es más que probable que tengas uno.


            Al cabo de unos días, Peter se presentó inesperadamente en la casa de Rainshadow Road. Desde la última vez que lo había visto, había perdido unos kilos que no le hacía ninguna falta perder. Se le marcaban muchísimo los pómulos y tenía profundas ojeras bajo los ojos del color del hielo.

            —Darcy quiere que nos separemos —dijo sin más preámbulos.

            Gastón lo dejó pasar, mirándolo con preocupación.

            —¿Por qué?

            —No lo sé.

            —¿No te lo ha dicho?

            —No se lo he preguntado.

            Gastón abrió unos ojos como platos.

            —Dios mío, Peter. ¿No te interesa saber por qué razón te deja tu mujer?

            —No particularmente.

            —¿No te parece que a lo mejor eso es parte del problema? ¿No es posible que quiera que a su marido le interesen sus sentimientos?

            —Para empezar, una de las razones por las que me gustaba Darcy era que nunca manteníamos ese tipo de conversaciones. —Peter se paseaba por el saloncito, con las manos en los bolsillos. Estudiaba el marco de puerta que Gastón había estado colocando.

            —Vas a rajar la madera. Tienes que abrir los agujeros con un taladro primero.

            Gastón se lo quedó mirando.

            —¿Quieres echarme una mano?

            —Claro. —Fue hasta la mesa de trabajo situada en el centro de la habitación y cogió un taladro. Comprobó que la broca fuera la adecuada y que el portabrocas estuviera bien apretado. Luego apretó el gatillo para probar la herramienta. Un chirrido metálico rasgó el aire.

            —A los rodamientos les falta grasa —se disculpó Gastón—. Tengo intención de engrasarlos pero no he tenido tiempo.

            —Es mejor cambiarlos por entero. Luego me ocuparé de eso. Entretanto, tengo un buen taladro en el coche.

            —Estupendo.

            Como es típico de los hombres, se enfrentaron al asunto de la ruptura del matrimonio de Peter evitando hablar del tema y trabajando juntos en un silencio de compañerismo. Peter instaló el marco de la puerta con cuidado y precisión, midiendo, marcando y labrando con un escoplo un margen fino en el yeso de la pared para asegurarse de que las jambas estuvieran completamente rectas.

            Al fantasma le encantaba un trabajo de carpintería bien hecho, el modo en que todo adquiría sentido. Los bordes estaban bien acabados, las imperfecciones lijadas y pintadas, todo estaba nivelado. Observó el trabajo de Peter con aprobación. Aunque Gastón se las apañaba bien para ser un simple aficionado, cometía muchos errores. Peter sabía lo que hacía y se notaba.

            —¡Caramba! —dijo Gastón con admiración al ver cómo Peter había tallado unos bloques para que sirvieran de base decorativa al marco de la puerta—. Bueno, vas a tener que ocuparte de la otra puerta, porque no hay condenada manera de yo logre que me quede tan bien.

            —Bien.

            Gastón salió para hablar con los del equipo del viñedo, que estaban ocupados podando y dando forma a las cepas jóvenes, preparándolas para la época de crecimiento de abril. Peter siguió trabajando en la salita. El fantasma se paseaba por la habitación, cantando en las pausas entre los martillazos y el ruido de la sierra: «We’ll meet again, don’t know where, don’t know when...»

            Mientras Peter llenaba los agujeros con pasta de madera y enmasillaba los bordes del marco, empezó a canturrear flojito, de un modo casi imperceptible. Gradualmente el murmullo se convirtió en melodía y el fantasma se quedó como si un rayo lo hubiera alcanzado: Peter estaba canturreando la misma canción que él.

            Hasta cierto punto, Peter percibía su presencia.

            Sin dejar de observarlo con atención, el fantasma siguió cantando: «Would you please say hello to folks that I know/ tell ’em I won’t be long...»

            Peter dejó la pistola para aplicar masilla y siguió arrodillado, con las manos apoyadas en los muslos, canturreando ausente.

            El fantasma dejó de cantar y se le acercó más.

            —Peter —dijo con cautela. No obtuvo respuesta, así que exclamó con impaciencia, en un arranque de esperanza y entusiasmo—: ¡Peter, estoy aquí!

            El otro parpadeó como un hombre que acaba de salir a plena luz del día después de haber estado en una habitación a oscuras. Miró directamente al fantasma, con las pupilas tan dilatadas que sus ojos eran dos círculos negros con un ribete gris.

            —¿Me ves? —le preguntó asombrado el espectro.

            Retrocediendo a trompicones, Peter se cayó de culo y agarró la herramienta que tenía más a mano: un martillo. Enarbolándolo como si se dispusiera a lanzárselo al fantasma, articuló con la voz ronca:

            —¿Quién demonios eres?


El desconocido lo miraba, no menos sorprendido.

            —¿Quién eres? —volvió a preguntarle Peter.

            —No lo sé —dijo el hombre despacio, mirándolo sin parpadear.

            Iba a decir algo más pero... perdió nitidez, como la imagen de un canal de televisión por cable con mala recepción, y desapareció.

            La habitación se quedó en silencio. Una abeja se posó en una ventana y caminó en círculos.

            Peter dejó el martillo y, con la garganta agarrotada, exhaló el aire. Se frotó los ojos. Los tenía irritados e hinchados de lo mucho que había bebido la noche anterior. «Es una alucinación —se dijo—. Tonterías de un cerebro agotado.»

            Su ansia de alcohol era tan intensa que por un instante pensó en ir a la cocina y rebuscar en la despensa. Pero Gastón no solía tener licores; seguramente no habría más que vino.

            Y aún no era mediodía. Nunca bebía antes de las doce.

            —¡Eh! —oyó que le decía Gastón desde la entrada. Miró a Peter de un modo raro—. ¿Necesitas algo? Me ha parecido oírte.

            A Peter le latían dolorosamente las sienes al ritmo de su corazón. Sentía unas leves náuseas.

            —Los muchachos de tu viñedo... ¿Hay alguno que sea moreno con el pelo corto y lleve una cazadora de piloto como las antiguas?


            —Brian es moreno, pero lleva el pelo más bien largo. Además, nunca le he visto llevar una chaqueta así. ¿Por qué?

            Peter se levantó y se acercó a la ventana. De un manotazo, espantó la abeja, que se fue volando con un zumbido hosco.

            —¿Te encuentras bien? —le preguntó Gastón.

            —Bien, sí.

            —Porque si quieres contarme algo...

            —No.

            —Vale —repuso Gastón con una cuidadosa insipidez que lo fastidió. Darcy solía hablarle en el mismo tono, como si anduviera pisando huevos a su alrededor.

            —Acabo enseguida y me voy. —Peter se acercó a la mesa de trabajo y se puso a medir la longitud de una moldura.

            —Está bien. —Gastón se quedó en la puerta—. Al... ¿Has estado bebiendo últimamente?

            —No lo bastante —le respondió con fiera sinceridad.

            —¿Crees...?

            —Ahora no me vengas con esas, Gastón.

            —Entendido.

            Gastón lo miraba sin disimular su preocupación. Peter sabía que no tendría que haberle irritado que su hermano demostrara que se preocupaba de verdad por él, pero cualquier gesto cálido o de afecto le hacía reaccionar siempre de un modo distinto que los demás: despertaba su instinto de apartarse, de cerrarse. La gente podía aguantarlo o desaparecer porque ese era su modo de ser.

            Se mantuvo inexpresivo, sin abrir la boca. Por mucho que él y Gastón fueran hermanos, apenas sabían nada el uno acerca del otro. Y Peter prefería que así siguiera siendo.

            Cuando Gastón se marchó de la salita, el fantasma volvió a prestarle atención a Peter.

            En el instante en el que los dos habían sido capaces de verse, había sobrecogido al fantasma la conciencia de que existía una conexión abierta entre ambos, de modo que él era capaz de percibir todo cuanto sentía el hombre... amargura, el deseo de olvido, de entumecimiento, una necesidad de aislamiento que nada podía satisfacer. El fantasma no sentía todo eso... era más bien que tenía la capacidad de echar un vistazo a todo aquello, igual que si ojeara los títulos en una librería. No obstante, la intensidad con que lo percibía lo había asombrado y se había dado media vuelta.

            Por lo que parecía, había recuperado la invisibilidad al hacerlo.

            Moreno, con una cazadora de piloto... «¿Ese es el aspecto que tengo?»

            ¿Qué más había visto Peter?

       «¿Me parezco a alguien a quien conoces? ¿A alguien que sale en una vieja foto, tal vez? Ayúdame a descubrir quién soy.»

            Frustrado, el fantasma observó cómo Peter instalaba el resto de los marcos. Cada martillazo reverberaba en el aire. Se cernió sobre él y la conexión entre ambos era frágil pero palpable. Percibía la lenta corrosión de un alma que nunca había tenido ninguna posibilidad, ni bastante cariño, ni suficiente esperanza, bondad, ni ninguna de las cosas que hacen falta para sentar unas bases dignas para un ser humano. Aunque no lo habría escogido para estar unido a él o, lisa y llanamente, para rondarlo, el fantasma no veía otra alternativa.

            Peter ordenó las herramientas de Gastón y recogió el taladro que había que reparar. Cuando se iba, el fantasma lo acompañó hasta la puerta de entrada.

            Peter salió al porche. El fantasma dudó. Llevado por un impulso, avanzó. En esta ocasión no hubo desintegración, ni fragmentación de la conciencia. Fue capaz de seguirlo.

            Estaba fuera.

            Andando por el camino donde había dejado el coche, Peter notó un hormigueo punzante de impaciencia cuya fuente desconocía. Tenía los sentidos agudizados hasta un punto que le resultaba doloroso el sol, demasiado brillante; el olor de la hierba cortada y de las violetas le parecía de un dulzón nauseabundo. Miró al suelo y notó algo raro. Por algún efecto luminoso, no una sino dos sombras se alargaban frente a él. Se detuvo y observó las dos siluetas recortadas sobre el sendero. ¿Era posible que una se hubiera movido ligeramente mientras la otra permanecía quieta?

            Con esfuerzo, siguió caminando. Veía visiones, hablaba con apariciones, iba a acabar internado en un centro de rehabilitación. Darcy se habría agarrado a cualquier excusa para encerrarlo. Y sus hermanos también, de hecho.

            Hizo un esfuerzo deliberado para pensar en la perspectiva que le esperaba en casa. Darcy se había ido a buscar un apartamento en Seattle, así que no habría nadie. Nadie lo molestaría. Era una idea agradable, tanto que las llaves del coche tintinearon un poco en su mano.


            Cuando se metió en el BMW, la sombra también lo hizo y se instaló en el asiento del acompañante como una funda de almohada vacía. Así, los dos juntos, se fueron a casa.

Continuará...

+10 :o!!

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