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miércoles, 1 de abril de 2015

Capítulo 19



22 de mayo de 1893

Lali preparó el diafragma con un ungüento francés. Había obtenido las dos cosas al día siguiente del regreso de su esposo, en la tienda de un boticario muy discreto, cerca de Piccadilly Circus. El ungüento prometía reducir enormemente la de la eyaculación masculina y el diafragma bloquearía lo que no se pudiera debilitar.

Con el diafragma en su sitio, se puso el camisón azul que había sacado del fondo del arcón. «Très spécial», le dijo la parisina que se lo vendió, y le guiñó un ojo. Era especial porque la mayoría de los camisones no tenían un escote que formaba una especie de silla bajo los pechos, empujándolos hacia arriba y desnudándolos para deleite del hombre.

La seda olía a los saquitos de lavanda seca que habían puesto dentro del envoltorio. Lo había comprado siglos atrás, antes de renunciar a Peter. Ya no recordaba por qué no se había deshecho de él.

El camisón, no la hacía sentir seductora, sino tristemente ridícula. Pero tenía que hacer algún esfuerzo, tenía que hacer algo. Se puso un salto de cama y salió del vestidor, rezando para que cualquier acopio de valor que lograra hacer fuera suficiente para ayudarla a sobrellevar la humillación de la noche.

Creso estaba allí, dormido en su cesta, junto a la cama. Se inclinó y le acarició la cabeza, pasándole los dedos por el suave pelaje. La puerta que comunicaba su habitación con la de Peter se abrió y Peter entró.

Salvo por los zapatos, iba completamente vestido, como si acabara de llegar de pasar la noche en la ciudad. El corazón le dio un salto en el pecho. Supuso que era porque lo veía tan hermoso como un ángel vengador. Porque había sido su primer amor. Y, añadió su voz cínica, porque no podía tenerlo para ella.

Se enderezó lentamente, ajustándose el cinturón del salto de cama al hacerlo.

—Milord Tremaine, ¿qué te trae a mi guarida de vicios?

—He cenado con tu madre. —Dejó un libro en su tocador—. Me ha dado este libro para ti.

Ella apenas miró el libro.

—Seguramente eso puede esperar hasta mañana.

Las comisuras de sus labios se curvaron hacia arriba, recordándole la manera en que solía sonreírle en aquellos días antediluvianos. Ella le gastaba bromas por sonreír demasiado, por no tener los labios delgados y el semblante glacial, pese a todo su aristocrático linaje.

—Supongo que puede esperar —dijo—, pero como de todos modos me dirigía aquí...

Dadas todas sus protestas de aversión y antipatía, ella apenas podía creerse lo que oía.

—Pensaba que no soportabas acostarte conmigo.

—Me pregunté quién era yo para ser un obstáculo en tu futura y esplendorosa felicidad.

Debería sentirse aliviada. Debería estar dando saltos y volteretas de alegría, ella, que lo había estado empujando desde el primer día. Sin embargo, de repente, la asaltó una mezcla de pesar y pánico. No podía aceptarlo. No podía soportar que él la tocara esa noche. Tuvo que esforzarse por no retroceder y poner una distancia mayor entre los dos.

—Me sorprende que no te hayan salido forúnculos solo de pensarlo.

—Tengo un cubo para vomitar preparado en mi habitación —replicó él—. Me disculparás si me voy corriendo después. Bien, ¿vamos a ello?

Demasiado tarde recordó su camisón très spécial. No quería que él lo viera.

—El interruptor de la luz está justo detrás de ti.

Él negó con la cabeza.

—No quiero tropezar con Creso sin querer. O tener que buscar la puerta a tientas cuando salga, dentro de —miró la hora— tres minutos.

Tres minutos. ¿A esto habían llegado? Sin que nadie los invitara, volvieron los recuerdos de su noche de bodas. Él había alimentado el fuego de su deseo con una paciencia tan exquisita, unas caricias tan delicadamente armónicas que ella temblaba literalmente por lo mucho que lo necesitaba.

De repente, él estaba ante ella, separado solo por un suspiro de aire. Su mano fue hacia el cinturón del salto de cama.

—¡No! —Lo agarró por la muñeca—. No hay necesidad.

Su mirada la hacía sentir tan deseable como una cerda en el granero.

—No es nada personal. Ver los pechos y las nalgas adelanta las cosas.

—Déjame que vaya al vestidor un minuto y luego...

El tiró del cinturón. Se soltó y la parte de delante del salto de cama se abrió, dejando al descubierto el imprudente camisón.

Si fuera la mujer de infinito descaro que él creía que era, sacaría pecho y lo miraría directamente a los ojos. Pero en lo único que ella podía pensar era en las frías noches de la primavera en París, durante los meses en que se había echado repetidamente a sus brazos, vestida con prendas igualmente lascivas de satén y encaje. ¿Qué fue lo que dijo la última vez que la echó de su buhardilla, tirándole el abrigo a la cara? «Pareces una puta barata.»

Sin embargo, ella había vuelto, solo para ver cómo dejaba entrar a una mujer lo bastante bella como para avergonzar a las estrellas. Se había quedado en el rellano de la escalera de debajo de su puerta, aturdida, como si él le hubiera cogido la cabeza y la hubiese golpeado contra una pared.

Lentamente, casi amablemente, le cerró el salto de cama. Pero sus ojos no eran amables.

—¿De verdad esperabas que cambiara de opinión?

Ella se encogió de hombros, recuperando un poco de su rebeldía.

—No. Pero haría cualquier cosa por casarme con Benjamín.

Bruscamente, él alargó los brazos y la levantó en el aire. Ella soltó una exclamación, pero él ya la había vuelto a dejar en el suelo, con la espalda contra un poste de la cama. Se inclinó sobre ella, cada pulgada de su cuerpo apretada contra el de ella. Con una oleada de calor, como riachuelos de mineral fundido, se dio cuenta de que estaba completamente duro contra ella.

El bajó la cabeza hacia ella, como si la inhalara. A ella el corazón le latía dolorosamente. Cuando su aliento le acarició el pabellón de la oreja, estuvo a punto de dar un salto. Pero él dijo:

—Pobre Benjamín. ¿Qué ha hecho para merecerte?

Notó que se desabrochaba los pantalones. Sin tocarle la piel ni una sola vez, separó el salto de cama por debajo del cinturón y le levantó el borde del camisón. Y eso hizo que, cuando su erección entró en contacto con su vientre desnudo, todo se desencadenara. Él estaba ardiendo.

Ella cerró los ojos y volvió la cabeza a un lado. Pero no pudo bloquear las sensaciones que él provocaba. Entró en ella con una facilidad que la avergonzó, con empujones largos y lentos que la hicieron aferrarse al salto de cama, y el dolor de su corazón se hacía más hondo con cada llamarada de placer.

La ligera interrupción de su respiración, la súbita presión de sus manos en las caderas y la brusca inmovilidad de la parte inferior de su cuerpo señalaron su orgasmo. Se retiró. Quince segundos más tarde ya se estaba alejando de ella. Abrió los ojos y lo vio inclinarse sobre la forma dormida de Creso. Acarició una de las orejas del viejo perro y luego siguió su camino, abriendo la puerta y cerrándola detrás de él, sin apenas hacer ningún ruido.

Miró el reloj. Habían pasado exactamente tres minutos.


A esto habían llegado.

Continuará...

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