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martes, 31 de marzo de 2015

Capítulo 18



Enero de 1883

Lali se despertó de golpe de madrugada, jadeando y cubierta con un sudor frío. En su sueño estaba corriendo, vestida con un camisón, persiguiendo a alguien en la oscuridad y gritando: «¡Vuelve! ¡Vuelve conmigo!».

¿Era un mal augurio ese sueño? ¿O era su conciencia que se había estado pudriendo en las mazmorras de las tres últimas semanas y, finalmente, había logrado liberarse de su cautividad y, enloquecida, venía a ajustar cuentas con ella?

Tocó el anillo de compromiso que Peter le había regalado. Se le ajustaba muy bien al dedo, el aro de oro tan cálido como su propia piel, las facetas del zafiro frías como la seda. A los pies de la cama, Creso roncaba en su cesta de mimbre acolchada. Se acercó hasta tener la cabeza al mismo nivel que la de él. Olía a limpio y era cálido. Le cogió una de las patas y sintió que parte de su miedo desaparecía.

Se permitió volver a respirar. Todo iba bien. ¿Y quién necesitaba una conciencia cuando tenía felicidad a montones?

¿Verdad?


Decir que era un infierno ni siquiera se acercaba a describirlo.

Peter estaba en el centro de un torbellino de alegría y buena voluntad, ahogándose. La ceremonia. Las innumerables felicitaciones. El almuerzo de bodas. Los flashes y disparos de fotógrafo que plasmaba la ocasión para la posteridad. Tantas risas, tanta animación, tanto auténtico placer por todas partes... Sentía que era un absoluto fraude, un fraude mayor que ella, si eso era posible.

Varias veces, su voluntad estuvo a punto de abandonarle. Todos se sentían felices por él. Por ellos. La señora Espósito tenía los ojos llenos de lágrimas. Igual que Rocío. Rodeadas de un mar de tul y organza, con Briarmeadow lleno a rebosar de narcisos y tulipanes, tan fragante como el primer día de primavera, pensaban que era un cuento de hadas, el único matrimonio de conveniencia entre miles que sería tan afortunado como para convertirse en una unión de gran felicidad y entrega. El peso de su engaño le impedía respirar.

Fue ella, finalmente, quien rescató sus perversas intenciones, ella tan radiante que sufría un golpe físico cada vez que la miraba. Cada sonrisa exuberante, tan segura de sí misma, era como una pequeña muerte para él, cada risa alborozada, una puñalada en el corazón.

Incluso así, a punto estuvo de no conseguirlo.

Después de la recepción, recorrieron casi veinticinco kilómetros hasta otra casa de los Espósito, más cerca de Bedford, para pasar la noche de bodas. Los dos solos —si no contaban a Creso— en los opresivos límites del birlocho. Alborotada y locuaz debido al champán, su nueva esposa planeaba la estrategia de la fiesta sorpresa que darían para sus amigos.

El piso que su agente había encontrado para ellos en el Barrio Latino, con vistas sobre la rué Mouffetard, tenía diez habitaciones. ¿Cuántas personas creía él que cabrían en un piso así? ¿Sería el francés que le había enseñado su institutriz suficiente para mantener una conversación en la fiesta? ¿Creía él que si servían foie gras y caviar tal vez sus amigos no se dieran cuenta de que apenas tenían muebles?

Su entusiasmo infantil por la vida que nunca compartirían lo hería con una rabia que no quería comprender. Una luz incandescente le iluminaba los ojos, una luz de esperanza y fervor. La hacía embriagadora, seductora, bella, pese a todo lo que él sabía, pese a la desvergüenza y el egoísmo que eran la trama y la urdimbre de su feminidad corrupta.

Deseó violarla entonces, afirmar su poder sobre ella de la manera más cruda y repugnante, aplastarla y apagar aquella luz seductora. Habría sido malvado, pero honrado, hasta cierto punto.
Se contuvo debido a su propia y recíproca corrupción. Habría sido demasiado fácil para ella. Demoledor, pero demoledor de una sola vez. No era eso lo que él quería. No quería que reconociera la bestia que había en él. Quería que sintiera pánico y desesperación, pero que siguiera deseándolo, que siguiera pensando que él era el hombre más perfecto de todos los tiempos.

Así continuaría atormentándola, después de apartarse físicamente de su vida. Un plan barroco, incluso bizantino, un plan que lo complacía y lo avergonzaba a la vez.

Esperaba solo a que llegara la noche, esa única noche grotesca y terrible.


Peter estaba bebiendo coñac directamente de la licorera cuando la puerta que comunicaba las dos habitaciones se abrió. Se volvió y tomó otro trago, sintiendo apenas el fuego que le bajaba por la garganta.

Estaba envuelta en una llamarada de blanco virginal. Pero su pelo, una gran masa reluciente, caía libre, desbordante como una cascada de la laguna Estigia. Las puntas de los dedos de los pies, redondas y bonitas, asomaban por debajo del borde del salto de cama blanco. De repente, se sintió ebrio.

—No has venido —dijo ella, en voz baja y lastimera.

Miró el reloj de la chimenea. Solo hacía unos minutos que su doncella la había dejado.

—Aposté conmigo mismo a que tú vendrías primero.

—Has hecho que me pusiera nerviosa —dijo ella, retorciendo un extremo de la cinta de seda que le sujetaba el salto de cama—. Pensaba... —Su voz se apagó.

—¿Qué pensabas?

—Tenía miedo de que tuvieras dudas.

Un rayo de esperanza lo atravesó. Si ella confesaba ahora, si se ahogaba en remordimientos, si estaba justificadamente asustada, pero era lo bastante valiente para reconocer lo que había hecho y asumir su responsabilidad, la perdonaría. No de inmediato, pero la perdonaría. Y a cambio, le revelaría su propio y diabólico plan.

—¿Por qué pensabas eso? —preguntó.

«Haz lo correcto, Lali. Haz lo correcto.»

Ella vaciló. Por un instante fugaz, pareció luchar consigo misma y estar asustada. Pero al siguiente, había recuperado el control, una joven Cleopatra atenta solo a su propio provecho. Su mirada lo recorrió de arriba abajo, lentamente.

—Son los nervios de la noche de bodas, supongo. Nada más.

En lugar de ser sincera, había vuelto a caer en el viejo tópico: artimañas femeninas. Lo creía tan estúpido como para sucumbir a su deslumbramiento erótico y no darse cuenta de que exhibía orejas de asno.

La ira, desbordante y salvaje, explotó en su interior. Echó a un lado la botella. En un instante, había salvado la distancia que los separaba. Iba a colgar aquel trasero mentiroso e intrigante por fuera de la ventana hasta que ella chillara, suplicara y le dijera, sollozando, la verdad.

Lali se abrió el salto de cama y lo dejó caer al suelo. Debajo llevaba un camisón tan transparente como un vaso de agua, una capa ligera y vaporosa que no ocultaba nada.

Se paró y la miró, su cuerpo reaccionó al instante. Era el sueño de un pornógrafo: pechos altos y firmes, pezones rosados que apuntaban a los ojos de un hombre, piernas bellísimas, caderas pensadas para que un hombre las cogiera con fuerza mientras se metía por completo dentro de ella.

«Zorra» le dijo en una docena de lenguas. «Idiota.» Esto iba dedicado a él. La suerte estaba echada, la elección tomada. El camino real quedaría desierto y sin pisar. Se había embarcado en el camino al purgatorio.

El fuego ardía en la chimenea, pero el invierno inglés entraba sigilosamente, húmedo e insidioso, por las paredes y los suelos. Salvó la distancia entre los dos.

—Ven a la cama —dijo, cogiéndola por la muñeca—. Debes de tener frío.

Bajo la yema de su dedo índice, el pulso de Lali se aceleró enloquecido; su mente era fría y calculadora, pero su sangre era ardiente. Lo siguió obediente y dejó que la ayudara a subir a la cama y meterse debajo del cobertor.

Se quedó sentada apoyada en un montón de almohadas, con el cobertor cubriéndola solo un poco por encima del abdomen. Su mirada fue hasta él y luego huyó a un rincón de la habitación. Los dedos aferraron la ropa de la cama.

¿De qué tenía miedo ahora? Ni el propio Salomón habría percibido el objetivo final de Peter, tan eclipsado como estaba por el infierno de deseo que amenazaba con reducir a cenizas su control.
Lo comprendió con tanta suavidad como el impacto de un obús. Estaba asustada porque era virgen y esta iba a ser su primera vez con un hombre. Estuvo a punto de soltar una carcajada. Qué normal. Qué encantador. Qué mierda de encanto.

Que Dios lo ayudara.

Se desvistió lentamente, despojándose del honor y la rectitud junto con su chaleco y su camisa. Su curiosidad debió de prevalecer sobre su poco característica timidez porque lo miraba como si fuera el mismo milagro por el cual había pasado toda una vida de rodillas, rezando devotamente.
«¡No me mires así! —quería gritar él—. Tengo tan pocos principios, soy tan mentiroso y tengo el corazón tan negro como tú. O más todavía. Dios, no me mires así.» Pero ella siguió haciéndolo, con los ojos brillando con una confianza y devoción que no se habían visto desde los tiempos de los caballeros andantes.

Se subió a la cama, traicioneramente blanda por el lado apartado de ella, que seguía sentada, erguida, con un muro de almohadas detrás de la espalda, y se tapó los pantalones con el cobertor. Por una vez, deseó haber recorrido todo el camino de San Petersburgo a Berlín y a París de orgía en orgía. Su cuerpo ardía con el fuego del infierno, pero su mente era un vacío abismal. ¿Cómo se hacía el amor, exactamente, a una mujer a la que despreciabas con una intensidad mayor que todo el amor del mundo reunido?

Ella carraspeó.

—¿Necesitarás... esto... necesitarás una camisa de noche?

Se rió a su pesar y encontró la respuesta. La única manera era hacerle el amor como si las últimas treinta horas no hubieran sucedido, como si su corazón todavía desbordara de optimismo y ternura.

Le cogió un mechón de pelo y lo trenzó entre los dedos. Era frío como el agua de un pozo. Lo levantó y se lo llevó a los labios, inhalando su suave limpieza, su fragancia de hoja joven.

—No, gracias —respondió—. No creo que necesite una camisa de dormir esta noche.

Ella volvió a carraspear, más suavemente.

—Bien, entonces, qué, ¿decimos nuestras oraciones y nos vamos a dormir?

Se echó a reír. Le daba miedo lo fácil que resultaba volver a las primeras horas del día antes, cuando le divertía y le encantaba todo lo que ella decía. La atrajo hacia él, la besó y saboreó la persistente astringencia de los polvos dentífricos, aromatizados con aceite de abedul.

Toda su boca era cálida ansiedad. El pelo le caía en cascada por encima de su brazo y su pecho, estremeciéndolo con sus caricias ligeras como plumas. Y su perfume. Lo volvía loco la endiablada frescura de su piel, tan sana como la leche recién ordeñada que todavía humea ligeramente.

Nunca la tendría otra vez. Nunca. Comprenderlo fue como un latigazo. Lo injusto que era. Tenía ganas de romper en pedazos la cama, las ventanas, la chimenea. Deseaba sacudirla hasta que su dura cabeza vibrara. «¿Qué me has hecho? ¿Qué nos has hecho?»

Pero lo que hizo fue ir más lento, ser más gentil, más tierno. Besó cada pulgada de su cara y desnudó y rindió culto a cada ondulación de su cuerpo. La textura satinada de sus pezones era lo más dulce que había probado jamás, sus gemidos de placer, la música más melodiosa que nunca hizo vibrar el aire de esta tierra.

Y cómo respondía a él. Era el sueño erótico de cualquier adolescente hecho realidad, ferviente, dispuesta, casi temblando de deseo. Sus manos, ávidas y avariciosas, lo recorrían, abrasándolo con sus caricias nada castas. Su boca seguía a las manos, mordisqueando, lamiendo, amando cada recoveco de su cuerpo.

Cuando finalmente entró en ella, lo marcó con su deseo abrasador. Su invasión le hizo daño. Él se disculpó, incoherente, sin comprender apenas su hipocresía; le dolía causarle un daño físico pero, sin embargo, ardía en deseos salvajes de quebrantar su espíritu.

Deslizarse por completo en su interior, penetrar entre aquellas paredes sedosas y fuertes, oyendo sus exclamaciones, gemidos y pequeños suspiros de «sí» y «más» abrasándole los oídos, era perder un trocito de su mente cada vez. Le susurraba palabras de amor al oído, palabras reverentes y escandalosas y absorbía sus gemidos de excitación sexual. La acariciaba donde la llenaba, se deleitaba con su suavidad de mantequilla fundida y adoraba el frenesí al que le empujaba.

Ojalá que el dolor de su corazón no se multiplicara con cada empujón, cada caricia, cada palabra cariñosa. Pero el placer crecía y le recorría todo el cuerpo, pese a su desolación. Su opulenta voluptuosidad lo poseía. Lo conquistaba y lo vencía. Cuando ella lo rodeó por completo con sus largas piernas, perdió la última pizca de control que le quedaba.

Las sensaciones lo golpeaban, más agudas, salvajes y fuertemente deliciosas que cualquiera que hubiera conocido o imaginado. Se entregó, se rindió, solo vagamente consciente de sus jadeos e imprecaciones, del poderoso movimiento de su cuerpo mientras se incrustaba en ella, se vaciaba en ella.

—Oh, Dios, Lali —murmuró—. Lali.


Ya estaba, lo había hecho. El acto más despreciable de su vida. Ahora ella se dormiría, dejándolo con la mirada clavada en el techo el resto de la noche. Se levantaría antes de que amaneciera, daría a los sirvientes el día libre y se ocuparía de ella como era necesario, en la fría luz de la mañana.

Pero ella no se durmió. Se aferró a él, inundando de besos su hombro y su brazo, riendo, y dijo:
—Hazlo otra vez.

Y él se puso duro como una roca de nuevo, así de fácil.


Al volverse hacia ella, con un deseo lleno de estupor, con unas ansias que lo corroían desde dentro, vio la enormidad de su error. No se había embarcado en el camino del purgatorio. Había llamado a las puertas del infierno.

Continuará...

9 comentarios:

  1. Que pena...si lali le hubiera contado la verdad la hubiera perdonado...quiero mas...

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  2. me mató la última frase de lali Jajajaj besos Naara

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  3. Y pensar que la hubiese perdonado si le confesaba esa noche

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  4. si Lali se hubiera sincerado... si él hubiera dejado las cosas así al enterarse de que de cualquier manera Martina si se iba a casar!

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  5. Yo tengo la duda k fuese Lali ....

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